jueves, 8 de octubre de 2009

DESEMPOLVANDO LAS RAÍCES DE URABÁ


Las fronteras que aparecen en los mapas son por lo general caprichosas. Las líneas oscuras que dividen los departamentos difícilmente podrían reflejar la historia de las regiones y de sus habitantes, que por exceso de guerras, violencia y pobreza, se han visto obligados desde el siglo pasado a desarrollar una característica habilidad para recorrer el país de un lado al otro.
Es el caso de Urabá, en donde a pesar de las actuales diferencias económicas entre los dos lados del golfo, la historia del “Urabá chocoano” y la del “Urabá antioqueño” han estado siempre unidas por una permanente relación entre sus habitantes a través del mar, sus ríos y selvas.

En los primeros años del presente siglo, Urabá tenía muy poco que ver con el interior del país. En efecto, para sus habitantes este nombre identificaba al golfo y a las poblaciones cercanas a los ríos que desembocaban en el Atrato hasta Mutatá. De hecho, incluso en épocas precolombinas, tal como se anota en los informes arqueológicos, se deduce hoy en día una continuidad cultural aborigen desde Acandí, en las costas de Urabá, hasta Chigorodó y Mutatá. (Informe, 1953).

Si bien, como consecuencia de la Guerra de los Mil Días, una cantidad considerable de campesinos de Bolívar y del Sinú habían salido de sus tierras devastadas en dirección hacia el golfo de Urabá, fueron pocos los que llegaron del interior. Para aquellos que se habían atrevido a entrar a la región, la experiencia no había sido del todo positiva. Conviene recordar lo sucedido a un grupo de patriotas colombianos que intentaron, después de la separación de Panamá, entrar nuevamente en este territorio, por entonces en manos de Estados Unidos.
..... tres expediciones, compuestas de tres mil valientes patriotas colombianos al mando de los generales Daniel Ortiz, Juan C. Ramírez y José D. Monsalve, lograron desembocar, en diciembre de 1903 y enero de 1904, en los puertos de Acandí y Titumate, sobre el golfo de Urabá, y procedieron animosos a abrir un camino o trocha que los condujera a Colón, por regiones pantanosas e insalubres, donde sucumbieron tales expedicionarios, víctimas de las enfermedades y las plagas. Las desoladas aguas que bañan la costa de San Blas recibieron los cadáveres de miles de esos abnegados colombianos. . .“ (Otero, 1926:50).

De igual manera, la participación de los indios cholos de Panamá, durante la Guerra de los Mil Días, había sido ampliamente demeritada por la prensa del interior. Tanto por el desconocimiento de su historia como de su cultura, las formas que tomó el apoyo de esta comunidad al partido liberal fueron presentadas en el interior como actos de barbarie y salvajismo. Posteriormente cuando los jefes de los partidos pactaron la paz en las ciudades, el dirigente de los cholos, Victoriano Lorenzo, quien no había participado en los últimos actos de guerra de su comunidad, fue fusilado en 1903. (Jaramillo, 1991: 98-100).

Urabá visto desde Antioquia

Pisisí era el centro urbano donde se desarrollaba el comercio y desde allí partían los barcos hacia Cartagena y Quibdó. Ni los indios cuna de Caimán Nuevo, ni sus pobladores provenientes de las islas de Barú, de Bolívar, del Chocó, ni del Sinú se imaginaban que, algún día, Pisisí se llamaría Turbo, ni que los barcos que traían las mercancías de Cartagena serían remplazados por camiones y buses procedentes de Medellín.

Mientras tanto, en el interior del país se buscaba la forma de acercarse al golfo. Acercamiento que para Antioquia adquiría un significado particular: con la segregación y posterior creación del departamento de Caldas, en 1905 el gobierno nacional anexó en compensación a Antioquia la banda oriental del golfo. En las múltiples divisiones, creaciones de estados independientes y guerras civiles del siglo pasado, a través de diversos decretos, Turbo le había pertenecido ya una vez a Antioquia, así como también al Cauca y al Chocó.

Ante la imposibilidad de Antioquia de tener una presencia efectiva en el golfo, el gobierno departamental creó la Provincia de Urabá, cuya capital hasta 1911 fue Frontino. Este municipio del noroccidente antioqueño funcionaba, desde entonces, como la “punta de lanza” de la colonización antioqueña hacia Urabá, a través de la cual se esperaba que el departamento se hiciera cargo de las inmensas riquezas que, según los promotores de la colonización, aguardaban a los antioqueños una vez cruzaran las exuberantes selvas y los caudalosos ríos que los separaban de la tierra prometida. Pocos colonos se atrevieron a lanzarse a tan incierta empresa, que por otro lado significó el inicio del desplazamiento de los indígenas habitantes de las zonas de Frontino y Dabeiba, quienes sí se vieron obligados a marchar hacia el Sinú, Chocó y Urabá.

Las discusiones en el departamento giraban en torno a las propuestas que diferentes ingenieros antioqueños presentaron al gobierno y que tenían que ver, principalmente, con la decisión de construir un ferrocarril o una carretera. Para la construcción del ferrocarril del Darién, que cruzaría las llanuras del río León, el gobierno firmó un contrato con Henry D. Granger. Un norteamericano, “...mezcla selecta de las razas latina y sajona...”, según “El Colono de Occidente”, quien había llegado por primera vez al país en 1890, trabajando en una expedición de ingenieros en las minas del alto Andágueda. Por el fracaso de esa empresa, volvió a su país para regresar luego a explorar placeres auríferos en los ríos de Urabá, habiendo denunciado cerca de 200 minas de oro. Sin embargo, el proyecto del ferrocarril del Darién nunca llegó a realizarse, tanto por sus costos, como por la dificultad de realizar la obra debido a las inmensas barreras geográficas que separaban a Medellín de Turbo. Los esfuerzos se concentraron, entonces, con mayor o menor intensidad, dependiendo de las políticas y de las finanzas departamentales, en la construcción de una carretera que, finalmente, llegó a la costa en 1956.

La preocupación antioqueña por llegar a Urabá no tenía, sin embargo, mayor eco en la vida del golfo. Finalmente eran muy pocos los habitantes de la región que tenían algún contacto con Medellín. Solamente algunos funcionarios enviados por el gobierno departamental y que, generalmente, aceptaban vivir allí porque el desempleo en la capital los obligaba a desplazarse a tierras que, a pesar de la propaganda sostenida por algunos periódicos, seguían siendo para los del interior inhóspitas y peligrosas, representando más un castigo que un lugar para vivir. Ejemplo de esto lo presenta el diario “El Antioqueño”, en un editorial sobre seguridad pública en el país, (febrero de 1905), en el cual planteaba como solución al problema, enviar a los vagos y a los ladrones a territorios lejanos, como Casanare, San Martín, San Andrés y el Chocó. En el caso de Antioquia, “... se destinarán las personas ociosas y malas a la región del Atrato, si se realiza el proyecto de abrir allí camino, desmontar y poblar...”
En ocasiones, algún diario aceptaba que, a pesar dé los esfuerzos del gobierno por convencer a los campesinos acerca de los beneficios de la colonización, esta era una empresa difícil para los antioqueños. Generalmente se hacía referencia a las dificultades de la “raza antioqueña” para adaptarse en tierras habitadas por otras “razas”. En un diario de Frontino en 1905 se decía: “... Convenido: que la raza blanca no puede vivir con salud en los terrenos bajos, húmedos y plagosos, y que sólo puede existir allí la raza negra ocupando los ríos navegables, transitando en sus canoas las aguas como caminos...

La percepción de la región del Atrato como “territorio lejano” es acorde con la imagen de frontera interna que tenía Antioquia sobre Urabá. Es así como en el departamento, Urabá, ya desde esta época, sería visto de manera ambigua. De un lado, como la despensa de futuras riquezas una vez que el “elemento antioqueño” se apropiara de ella y la llevara, bajo la tutela espiritual de este pueblo colonizador, por el camino seguro del desarrollo. Del otro, representaba el lugar lejano, donde podía enviarse todo lo que pudiera alterar el funcionamiento de ese centro de orden y tradición que debería ser Medellín.
El gobierno departamental, por tanto, insistía en la necesidad de que pobladores antioqueños comenzaran a ocupar estas tierras. La colonización se presentaba como el llamado de una nueva gesta conquistadora, la cual finalmente acometería exitosamente los propósitos no alcanzados por los españoles, al tiempo que se constituía en un acto de patriotismo. Es por esto por lo que don J. H. White recomendaba en un diario de Frontino en 1905 que, “... debe tenerse muy presente que el Chocó vale más que Panamá, por las inmensas riquezas que guarda su privilegiado suelo. En el Chocó todo es fabuloso; sus bosques están cuajados de las más valiosas resinas, de maderas inapreciables, de tagua, de tintes de todas clases; el algodón y la caña de azúcar crecen allí de un modo verdaderamente increíble (...) Es un campo inmenso para todas las industrias, es el porvenir de Colombia.”

Al argumentar el patriotismo de la colonización, varias razones se esgrimían al respecto. La de más peso indicaba que la región del Darién, después de la secesión de Panamá, tan sólo un par de años antes, se había convertido en la frontera que había que defender contra los yanquis invasores. Esta defensa de la soberanía se sustentaba, por lo general, con noticias sobre posibles invasiones al territorio patrio. El fantasma de la codicia yanqui aparecía con fuerza en todos los discursos sobre la colonización. Había que evitar a toda costa que los usurpadores se apropiaran también del Chocó.

El Chocó sin embargo, a pesar de lo que pudiera pensarse en el interior, asumía de manera inequívoca su condición colombiana. En los diarios de Quibdó se hacía énfasis en que, no obstante el “abandono y el maltrato” por parte del interior, este departamento se erigía al lado del “vecino traidor”, como la orgullosa frontera colombiana. Durante varios años el diario “Ecos Republicanos”, publicado en Quibdó, traía el siguiente recuadro en su primera página:
El Chocó reemplaza a Panamá en todo sentido, menos en que jamás será traidor a la patria. Y la desidia (sic) del gobierno nos dejará morir pero, ¡antes la tumba que dejar de cubrirnos con el pabellón glorioso de la Patria Colombiana!

La vida en el golfo

Pero si los chocoanos consideraban que el reconocimiento de su orgullo patrio por parte del gobierno nacional era escaso, el del departamento de Antioquia lo veían como inexistente, por decir lo menos. De hecho, en el discurso antioqueño de la colonización, al tiempo que se desconocía la historia de la región, se excluía a sus habitantes de cualquier participación en el anhelado desarrollo. Esta situación sería, durante las primeras décadas del siglo, la causa principal de los conflictos que se vivieron en la región, los cuales no se manifestarían de manera violenta sino hasta la época de la violencia partidista. Sin embargo, durante este periodo es posible observar algunas formas de resistencia a la colonización antioqueña que tienen que ver entre otras, con el rechazo de los valores del interior, la reafirmación de identidades étnicas a través de la política y el comercio, al tiempo que se mantuvieron actividades que, de vieja data, estaban por fuera del control estatal.

Este discurso generaba en los habitantes del golfo un soterrado rechazo hacia lo que, desde entonces, ya percibían como una expansión antioqueña en su territorio. En octubre de 1907, el intendente del Chocó viajó desde Quibdó a Titumate, acompañado por el señor Carlos Ferrer. Este último escribió una serie de artículos para el diario “El Chocó”, relatando la experiencia. De su paso por Turbo comentó:
“... Nos detuvimos, aunque por muy pocos momentos, en los caseríos ribereños del Guayabal, Curvaradó y Riosucio, así como también en la población de Turbo que está situada en el fondo de la bahía de Pisisí, caseríos que hacen hoy parte del departamento de Antioquia, y fue más que desagradable la impresión que recibió el Sr. intendente viendo la decadencia de estos poblados y la desmoralización que de ellos se ha apoderado,(...), debido a la larga distancia que los separa de los centros administrativos del departamento a que hoy pertenecen y las ningunas vías de comunicación, las notas oficiales llegan a su poder cada dos o tres meses y eso cuando no se pierden. (...)”.
En efecto, las gestiones municipales se veían permanentemente entorpecidas por la lejanía de la administración central. El correo se hacía por vía marítima o fluvial desde Cartagena y una carta se demoraba dos meses desde Bogotá. A pesar de que las comunicaciones y el comercio se realizaban a través de Cartagena y de que sus habitantes se desplazaban a esa capital o hacia Montería, las actividades administrativas dependían de Medellín.

A pesar de lo que pudiera pensarse en Medellín, la región del Atrato tenía una vida propia, ciertamente desconocida por el interior. Y mientras ésta transcurría en el golfo, en Antioquia se hacían planes para “conquistar” las tierras del Atrato y fundar una ciudad que se llamaría “Ciudad Reyes”, la cual se ubicaría a cinco kilómetros de Turbo. En la celebración llevada a cabo el día de la fundación de la provincia de Urabá, el juez primero del Circuito, Dr. Tomás María Silva, anunciando la esperada visita algún día, de naves de naciones amigas, dijo:
"... Ya me imagino que surge populosa y floreciente de este movimiento apenas iniciado, la futura Ciudad Reyes con sus edificios artísticamente decorados, sus altas torres, sus elevados faros; rodeada de jardines, retratándose como Nápoles, en la superficie de las aguas del Atlántico y adormecida al cadencioso ritmo de las olas...”
Estos planes y diseños, que poco tenían que ver con el paisaje de Urabá ni con sus habitantes, no alteraban mayormente el poblamiento de la región. Mientras en el interior del departamento se llevaban a cabo las campañas de colonización y se hacían esfuerzos por diseñar el Urabá “antioqueñizado” y “civilizado” que sería la “redención de Antioquia”, la región continuaba configurándose con pobladores procedentes del Chocó, de la costa Atlántica y de los valles del Sinú.

Con respecto al Chocó, sin embargo, no se podría decir que se iniciaba un proceso de desplazamiento hacia la parte antioqueña del golfo. La relación entre las dos costas existía desde la colonia y la navegación de un lado al otro del golfo era permanente. Igual se podría decir de las comunidades cuna de Caimán Nuevo y de Unguía, para quienes las selvas de las costas del golfo, tanto de su parte oriental como occidental, constituían el Darién que habían habitado desde antes de la Conquista española (2) . Durante los primeros años de existencia de la Pro­vincia de Urabá, la prefectura eclesiástica tenía su sede en Quibdó y, por tanto, en materias religiosas los habitantes de Urabá dependían del Chocó. En Turbo exis­tían algunas escuelas que daban educación primaria. Si los estudiantes poseían medios para continuar su educación, el bachillerato lo seguían en el “Instituto del Sinú”, en Montería, regido por el conocido educador Jaime Exbrayat, o bien estudiaban en Cartagena. Los padres carmelitas también habían fundado una escuela especial para los indios llamada Riogrande.

Procedentes de Lorica llegaron también, en aquellos años, algunas familias sirio-libanesas que se dedicaron al comercio y a la ganadería. Los almacenes y las casas de comercio de Turbo y Quibdó se vinculaban, por lo general, con los apellidos de estos pobladores. Los sirio-libaneses fueron junto con un grupo de alemanes, que intentaron sembrar banano para exportación en Turbo - intento que fracasó en 1914-, los primeros empresarios de la región. La industria azucarera que estableció la familia Abuchar en la margen occidental del golfo con el nombre de Ingenio Sautatá, es recordada como uno de los principales estímulos para el desarrollo chocoano durante las primeras décadas del siglo. Este ingenio fue desmontado en 1946, siendo su fracaso la frustración de muchos trabajadores procedentes tanto del Chocó como de Bolívar. (Valencia, 1983:31-35). Políticamente, las familias sirio-libanesas fueron importantes representantes del partido conservador en una región que siempre se ha definido como liberal. Esto lo explican por su llegada al país durante un gobierno conservador al cual, consideraban, le debían agradecimiento y lealtad.

Actividades económicas

Las selvas de la región eran ricas en todo tipo de maderas finas y especialmente de tagua. Esta, junto con las maderas y la raicilla de ipecacuana, constituyeron las princi­pales actividades extractivas de la región. Si bien se hicieron algunos intentos en el golfo por sembrar banano para la exportación, éstos nunca tuvieron resultados exitosos. Es así como la depredación de los bosques se convirtió en la única actividad económica de importancia. Generalmente, las ganancias iban a parar a manos de los comerciantes cartageneros o de casas extranjeras. Los campesinos vivieron durante las primeras décadas del siglo como recolectores o como peones de las compañías madereras. La recolección de la nuez de tagua junto con la raicilla de ipecacuana era, desde comienzos de siglo, una de las principales razones por las cuales llegaban inmigrantes de las sabanas del Sinú y de la costa Atlántica. En el artículo ya citado de Carlos A. Ferrer, publicado en “El Chocó” en 1907, se menciona cómo recolectores de tagua también llegaban al occidente del golfo. “Acandí es una población pintoresca. Diariamente va tomando incremento, pues llegan con frecuencia emigrados de todas partes a dedicarse a la agricultura y a la extracción de la tagua...”

La palma de tagua, según definición de la “Revista Nacional de Agricultura” en 1920 (No. 194), es una “palmera especie de helecho, de tronco corto y grueso que alcanza una altura de 3 a 6 metros y a veces 9. (..) Sus semillas van secándose y endureciéndose hasta llegar a convertirse en el producto conocido en el comercio con el nombre de tagua, cabeza de negro o marfil vegetal”. El fruto de estas palmas silvestres, y con un periodo de vida aproximado de cien años, al secarse y cortarse en láminas se convertía en la materia prima básica para la fabricación de botones. Europa y Estados Unidos eran grandes compradores de tagua a comienzos del siglo. Colombia, hacia finales del siglo pasado y comienzos del presente, contaba a la tagua entre sus exportaciones importantes.

De la época de la tagua en Urabá quedaría el recuerdo del primer colapso económico de la región y la figura de leyenda de Eusebio Campillo, “el rey de la tagua”, quien además de comerciante del producto, fue el personaje más influyente en la vida política de la zona. Sin embargo, aún hoy, los nietos de los primeros colonos procedentes de Bolívar bailan el bullerengue, al ritmo de la décima compuesta por la abuela de Raquel Miranda.
“Oye mujeres, lloren la novedad la tagua se va a acabar mujeres lloren la novedad, la tagua se va a acabar y se acabará la plata del golfo de Urabá. Se acabaron la plata del golfo de Urabá, oye mujeres lloren la tagua, la tagua se va a acabar y de San Juan vengo a llamar la tagua se va la tagua y la tagua se va a acabar. Mujeres, lloren la tagua, la tagua se va a acabar porque dicen los tamboreros, se acabaron las monedas para mantener nuestro pueblo, que la tagua se va a acabar. Mujeres, lloren la novedad, la tagua se va a acabar”.

La tala parece haber sido intensa al iniciarse el siglo a juzgar por la preocupación que, desde 1905, se traduce en algunos artículos periodísticos y en informes oficiales. Tanto así, que el presidente Reyes, en 1907, expidió el decreto 1540 en donde se reglamentaba la explotación de la tagua en los bosques nacionales ubicados en las hoyas de los ríos Atrato y León y en las costas del golfo de Urabá. Esta podrían llevarla a cabo individuos o entidades particulares sin necesidad de permiso ni concesiones, siempre y cuando cumplieran con una serie de requisitos, como el pago de derechos de exportación y pagos de aduana, además de cumplir con una explotación cuidadosa, que permitiera la conservación de los taguales. El decreto, al menos en cuanto a la conservación de los bosques se refiere, no tuvo ninguna aplicación.

Los recolectores de tagua dependían de los contratistas, quienes la vendían a los comerciantes que la transportaban a Cartagena, los cuales dependían a su vez de las fluctuaciones del comercio exterior. Una vez en Cartagena era vendida a las grandes compañías exportadoras, que se encargaban también de comprar los demás productos recolectados en las selvas, tales como, la raicilla de ipecacuana, el caucho, el bálsamo canime, la zarzaparrilla, la resma de algarrobo, el carey y el dividivi.

En cuanto a la raicilla de ipecacuana, otro producto de exportación utilizado en medicina, parece haber sido mucho menos importante que la tagua. Su comercio era más reducido y en la historia de la región no figuran grandes negociantes del producto, aunque existían compradores ubicados en ciertos sitios a donde llegaban los recolectores. Aún así, algunos viejos habitantes de la región aseguran que con la raicilla se hicieron grandes fortunas. Los recolectores de raicilla o “raicilleros”, sin embargo, fueron importantes en los primeros años del siglo, principalmente por la apertura de trochas y de caminos que unían al golfo con el Sinú. En la margen occidental del golfo también se fundaron, durante algunos períodos de comienzos del siglo, asentamientos de recolectores de tagua y de raicilla. (Valencia, 1983).

La importancia de los caminos de raicilleros y del producto, fue sugerida en 1931 por el visitador fiscal Carlos Muñoz, quien se refería a la trocha de los raicilleros, que iba por la laguna de El Salado (cerca de Necoclí) hasta Mulatos. Anotaba, además, que la raicilla se podría convertir en un recurso extra para explotar, en una eventual colonia agrícola en Necoclí, ya que existían “grandes manchas de raicilla” localizadas de manera abundante entre esa población y la sierra de Mulatos. (1931:81). La recolección de la raicilla parece haber durado casi hasta finales de los años cincuenta. Algunas poblaciones fueron fundadas por recolectores de la planta que llegaron a la región cuando todavía estaba cubierta de bosques, o como dice Domingo Rivera, cuando “todavía estaba oscuro”. Es el caso de Pueblo Nuevo, corregimiento situado a media hora de Necoclí y fundado por él en 1957.

Cartagena abastecía a Urabá de mercancías. Algunas personas aún recuerdan los nombres de los tres barcos que llegaban: el “Cartagena”, el “San Pedro” y el “Simón Bolívar”. Descargaban la mercancía en Turbo y continuaban hacia Quibdó. En su viaje de regreso, llevaban a Cartagena grandes cantidades de madera, semillas de tagua, raicilla de ipecacuana, el cacao sembrado por los indios cuna en Caimán Nuevo y en Unguía, manteca de cerdo y arroz. En Cartagena, las casas comerciales se encargaban, entonces, de enviar la tagua para Alemania y la raicilla para Inglaterra. Estos países devolvían dichos productos en forma de botones “de hueso” y de drogas contra la malaria.

Otra actividad comercial: el contrabando
La actividad comercial con Cartagena era quizás tan importante como la del contrabando, cuyo principal centro abastecedor era Panamá. A esta actividad se dedicaron también algunos extranjeros que llegaron durante estos años al golfo. La especial ubicación geográfica de Urabá y su gran distancia de los controles administrativos y policiales hicieron que el contrabando continuara siendo una actividad altamente rentable durante las primeras décadas del siglo. En octubre de 1930, la prensa informó de manera detallada la forma en que se produjo la captura de dos veleros cargados de mercancías de contrabando en el golfo. Este contrabando, procedente de Panamá, se componía de grandes cargamentos de sedas y de mercancías de otras clases. El cargamento, según la prensa, iba dirigido a comerciantes sirios radicados en Quibdó. La información anotaba que las mercancías eran dejadas por los veleros en las márgenes del Atrato, para ser luego llevadas “a lomo de negro por la poco frecuentada vía Upica-Napiquí en las selvas chocoanas. Después saldrían del Chocó hacia el interior del país.
Esta actividad, aunque en escala muy pequeña, también contribuyó a que en algunos casos, antiguos contrabandistas se establecieran en Urabá como colonos. Pero más importantes aún fueron los caminos abiertos, especialmente hacia el interior del departamento, por aquellos aventureros que se dedicaron a dicho negocio. En parte, aprovecharon los ancestrales circuitos comerciales utilizados por los cunas, quienes siempre han mantenido vínculos familiares y de intercambio con las islas panameñas.


El contrabando también provenía del interior. Como lo relata el “Ronco” Jaramillo, uno de los personajes más conocidos de Apartadó, en 1935, desde Santa Fe de Antioquia llevaban entre el café, la panela y el cacao que vendían en Urabá, algunos barriles de aguardiente o tapetusa. Por trochas, lodazales y ríos crecidos, se demoraban desde Antioquia Viejo cinco o seis días hasta Turbo en el verano. Durante el invierno se demoraban aproximadamente veinte días. De regreso de Turbo llevaban sedas y porcelanas chinas y japonesas para venderlas de nuevo en Antioquia.
Los contrabandistas de los años treinta en Urabá, aprovecharon y ellos mismos se identificaron, con una región alejada de los centros de poder en donde la autoridad, más que una institución ordenadora, significaba una limitación a la libertad. Porque en la Colombia tradicional y conservadora de las primeras décadas del siglo, para algunos Urabá representó no solamente una posibilidad económica, sino también un cierto escape de los rígidos controles sociales. Es por esto que, aún hoy día, algunos ancianos habitantes de la región aparte de proclamarse políticamente como verdaderos liberales, relatan con orgullo sus épocas de contrabandistas. En este sentido vale la pena resaltar de nuevo la diferencia entre el Urabá de la gente de la región y el Urabá visto desde el interior del país. El contrabando formaba parte de la vida social y económica de la región. A pesar de los esfuerzos y de los decretos enviados desde el interior, la realidad del comercio era otra: la cercanía de Panamá al golfo abarataba los costos y permitía tener un comercio permanente y más fácil que aquel que se daba con Cartagena. Hoy en día algunos habitantes de Urabá recuerdan con emoción los primeros paquetes de cigarrillos “Lucky” y “Camel”, así como la colorida caja de fósforos “Parrot”, que clandestinamente entraron a Turbo.
El Atrato era la vía a través de la cual se entraba el contrabando a Antioquia. Según escribía don Juan Henrique White en 1905, el Atrato quiere decir el río del “trato”, ya que su nombre viene de la “tratación”. Esto ayudaría a entender más el papel que ha jugado este río en el comercio, legal o ilegal, que ha permitido unir al interior del país con las aguas de los dos océanos. Porque es precisamente el Atrato en su recorrido hasta el golfo el que une a la región del Pacífico con el Caribe. Y es también este río el que permite la entrada del Caribe hasta el otro océano a través del río San Juan. Desde comienzos del presente siglo, en el interior del país se consideraba que el Atrato y el San Juan eran las “grandes arterias fluviales”, que permitirían la entrada de la civilización a ese Dorado que eran las selvas del Atrato.

Este río era, precisamente, el centro de operaciones del español Luis Vicente Gómez, apodado el “Cojo Gómez”, quien fue, sin duda alguna, el contrabandista más famoso de la región hasta los años cuarenta. La admiración que producía su enigmática vida entre los jóvenes de aquella época en la región permite ver hasta qué pun­to este personaje y su actividad son una típica representación del comercio ilícito durante las primeras décadas del siglo en Urabá.
La imposibilidad de las autoridades para aprehenderlo y su enorme capacidad de escabullirse, lo hicieron merecedor de un curioso honor: fue la primera persona que hizo movilizar a la marina colombiana hacia el golfo. Dos “destroyers” de la base naval de Cartagena se dirigieron, el 5 de octubre de 1938, hacia Urabá con el objeto de apoyar al resguardo de Turbo en la captura del contrabandista. (“El Diario”, octubre de 1938). Veinte días antes de la llegada de los destroyers, según relata la noticia, en un encuentro sostenido contra “el Cojo”, había muerto el alcalde de Riosucio y varios guardias habían resultado heridos. Sin embargo, “el Cojo” había logrado introducir el matute traído del puerto panameño de Obaldía, “la despensa del contrabando”, según la prensa. A pesar de la vigilancia en el Atrato, especialmente en Puerto Arquía, punto de parada de los barcos que hacían la travesía Quibdó-Cartagena; distante ocho horas de Quibdó y sitio obligatorio para llegar a Urrao, “camino preferido de los contrabandistas para introducir sus cargamentos en Antioquia”, Gómez pudo escapar. Por esta razón la sección de resguardos nacionales pidió ayuda al ministerio de guerra el cual, además de los destroyers, suministró dos ametralladoras al resguardo de Turbo para hacer frente a la cuadrilla de contrabandistas.
No obstante la movilización de la marina, “el Cojo” apareció como noticia al año siguiente (“El Diario”, marzo de 1939), cuando la prensada cuenta de su muerte inminente después de un efectivo golpe, propiciado por las autoridades, contra el contrabandista en Mutatá.
La muerte del “Cojo”, sin embargo, no se daría sino hasta 1945. Irónicamente, no en una batalla contra la policía sino a manos de un muchacho de catorce años, mientras tomaba el sol en una playa de Bahía Solano. Cuentan que el muchacho estaba vengando la muerte de su padre a manos del “Cojo”.

Pero si la ilegalidad del comercio del “Cojo Gómez” representaba una guerra contra las aduanas y el Estado legítimo, para aquellos que lo conocieron recorriendo caminos y llevando mercancías, era el prototipo del gran aventurero que ponía en jaque a las autoridades. Dicen que su éxito en el contrabando se debía, además de a su audacia, al gran conocimiento que tenía de las bocas del Atrato y al aprovechamiento que hacía del río en época de invierno cuando éste se asemeja a una inmensa laguna. Esta situación no es de extrañar ya que, aún hoy, las barcazas que unen al Pacífico con el Atlántico aprovechan el invierno para viajar a través de algunos pequeños ríos de la región. Es el caso de un cierto comercio que llega desde Buenaventura a través del río Baudó, el cual al encontrarse con algunos de sus afluentes entra en el Atrato para trasladarse con sus aguas hasta el Atlántico. Aunque sería difícil aseverar la no existencia del contrabando en el golfo después de los años cuarenta, lo cierto es que en la medida en que la región comenzó a vincularse con el interior, los ríos y los caminos del Atrato fueron cada vez menos importantes en la vida social de Urabá. Cuando, finalmente, la Carretera al Mar llegó a Turbo, acompañada de miles de colonos del interior, los barcos a Cartagena y los viajes a Montería fueron reemplazados por camiones, buses y aviones, que se dirigían a otros rumbos. Las ciudades del interior, enclavadas entre las montañas, se convirtieron en los centros de desarrollo más cercanos para los habitantes de Urabá. Y el golfo, que recibía al Atrato con aguas del Pacífico, y a los campesinos de la costa Atlántica y del Sinú, se convirtió también en el refugio de los desplazados del interior. La violencia partidista de los años cincuenta estuvo también presente durante varios años y cedería el campo a la otra violencia que acompañaría al rápido desarrollo eco­nómico estimulado por el establecimiento de las empresas bananeras. De cierta manera, el sueño de la “frontera”, articulada con el interior, se había logrado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hayyy que linda historia de turbo y uraba una historia bien documentada que profesionales son los creadores de este blog no hay otra cosa igual,